La impresionante ciudad amurallada del Mont Saint-Michel, en Francia, es uno de esos lugares a los que la invasión diaria de hordas de turistas no ha logrado restar ni un ápice de su magia. Esta joya, patrimonio de la humanidad, que debe su nombre a la abadía que corona el peñasco sobre el que se asienta.
Situada a medio camino entre las regiones de Bretaña y Normandía, el capricho de las mareas hace que el Mont Saint-Michel se convierta en una isla separada del continente durante ciertos momentos del día. Ahí radica la mayor parte de su encanto.
En lo más alto, la espectacular abadía de Sant-Michel, dedicada al Arcángel Miguel, y a sus pies, una red de callejuelas, paseos por las murallas, pasadizos adoquinados y miradores que quitan el aliento. Sin duda, uno de esos lugares que se deben visitar al menos una vez en la vida.
El reino de las mareas
Pasar una noche en alguno de los modestos pero caros hoteles del Mont Saint-Michel es una experiencia fabulosa. Una vez que la fortaleza cierra sus puertas, los ruidosos turistas desaparecen y solo permanecen los que van a pernoctar allí. Reina el silencio y la oscuridad. Uno se siente como si estuviera en otro mundo, lejos de todo, en el reino de las mareas que abrazan la fortaleza.
Hasta hace relativamente poco se podia conducir hasta los pies del Mont Saint-Michel, obedeciendo los consejos de los carteles que indicaban la hora en la que el parking iba a quedar inundado por el efecto de la marea del Canal. Hoy esto ya no es posible.
Hoy para visitar la fortaleza hay que dejar el coche en la localidad de Pontorson, a unos 2-3 km de la costa, y tomar un shuttle bus acompañado de turistas japoneses. No es lo mismo, pero es el precio que hay que pagar por conocer y disfrutar de un lugar tan singular como este.